jueves, 3 de octubre de 2013

Plu

Entiendo por qué la gente odia la lluvia. Siempre parece estar molestando, apareciendo en el momento más inadecuado y sin ninguna finalidad concisa. La lluvia es una molesta anomalía.

A nadie en su sano juicio le gusta llegar empapado a casa, con el pelo pingando, la ropa con un horrible olor a húmedo y el frío calándose hasta los huesos. ¿A quien le gusta eso? O estar dando un paseo y no poder sentarte en el banco de siempre o en las escaleras de la plaza. A nadie le gusta tener que adaptarse, y mucho menos tener que adaptarse a algo que no entendemos por que justo tiene que aparecer en el momento en el que estás saliendo a la calle o justo el día en el que tenías que llegar perfecta a esa cita. La lluvia siempre está incordiando.

Y está incordiando por que es más fácil quejarse de ella que adaptarse. Es complicado el hecho de cambiar la forma de ver los días de lluvia. Darse cuenta de que lo que ves a través del cristal de tu ventana cuando está salpicado de gotas no es el mismo paisaje que sin las susodichas gotas. No has parado a pensar que una flor con el rocío es aún mejor, si cabe. Porque no te das cuenta de que un día de lluvia no tienes que sacar instintivamente el paraguas o ir directamente a resguardarte, que también está la opción de seguir andando y mirar hacia arriba y notar como las gotas heladas te despejan la mente y te relaja los músculos, actuando como el mejor exfoliante social.

Porque no hay tiempo de cuestionarse las cosas. Nos las inscriben desde el principio. Lluvia mal, Sol bien. Y así estamos.


Pulgas 
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